Hace unas semanas, recibí una llamada que no esperaba.
Un proceso con un cliente—uno que había cultivado durante meses—se vino abajo. No fue una negativa suave, fue un colapso total. La gente se alejó. La conexión se deshilachó. Lo que antes se sentía sólido ahora parecía humo.
Años atrás, una pérdida así me habría derrumbado. Me habría metido en una espiral de sobreanálisis, culpándome por no haberlo visto venir. El viejo guión habría vuelto: “Tendrías que haber hecho más. Has fallado otra vez.”
Pero esta vez, algo distinto ocurrió.
Me quedé en la incomodidad—pero no colapsé dentro de ella. Salí a caminar. Dejé que las emociones se movieran. Dije en voz alta: “Esto duele, pero no me define.”
Y luego, en silencio, me hice una pregunta que se ha vuelto ancla últimamente:
¿Qué me está pidiendo este momento?
La respuesta no fue heroica. Fue simple: Presencia. Perspectiva. Una oportunidad para responder, no reaccionar.
De eso trata este post. No de teoría—sino del trabajo humano, a veces torpe, de enfrentar la adversidad cuando aparece sin avisar. Otra vez.
Cuando la historia se vuelve el problema
Como coach, veo la adversidad todo el tiempo—no solo en los hechos, sino en cómo las personas interpretan esos hechos.
Un cliente perdió una promoción y se dijo a sí mismo: “Soy invisible aquí. Nunca van a confiar en mí.”
Otro se sintió excluido de una decisión familiar y asumió: “No me valoran. No pertenezco.”
Y el más sutil: un fundador de alto rendimiento, cuya empresa se estancó, murmuró: “Quizás ya llegué a mi techo. Quizás esto es todo.”
Lo que más me llama la atención no es la adversidad en sí—sino la historia interna que sigue. Muchas veces, esa historia se convierte en la verdadera fuente del sufrimiento.
Aquí es donde hago una distinción que se ha vuelto central en mi trabajo:
El dolor es inevitable. El sufrimiento es opcional.
El dolor es el golpe del momento. El revés. La decepción.
El sufrimiento es la historia que nos contamos sobre ese dolor—y nuestra tendencia a quedarnos atrapados en ella mucho después de que el hecho haya pasado.
Es un principio que aparece tanto en el estoicismo como en el budismo.
El Buda hablaba de la “segunda flecha”—la idea de que la primera flecha es el dolor inevitable de la vida, pero la segunda es el sufrimiento que añadimos con la resistencia, la culpa o la rumiación.
Epicteto lo expresó así: “No son los hechos los que nos perturban, sino lo que pensamos sobre ellos.”
En mi experiencia, la diferencia entre alguien que se recupera y alguien que se derrumba suele ser si logra ver la segunda flecha—y elegir no clavársela a sí mismo.
Herramientas en tiempo real para momentos inestables
Hoy tengo una pequeña lista mental. La llamo mi “kit de resiliencia”. No es profunda, pero es portátil. Estas herramientas me ayudan—y ayudan a mis clientes—a cambiar el enfoque justo en el momento en que el suelo tiembla:
1. Nombra la narrativa.
Cuando algo sale mal, me detengo y pregunto: ¿Qué historia me estoy contando ahora mismo?
Suelen ser frases como: “Esto demuestra que no soy suficiente,” o “Han perdido la fe en mí.” Al nombrarla, creo un espacio. Y en ese espacio, puedo cuestionarla.
2. Conecta con el cuerpo.
El estrés vive en el sistema nervioso. Cuando mi mente da vueltas, camino. Voy al gimnasio. Le pego al saco de boxeo. Algo primitivo se reinicia cuando nos movemos. El cuerpo nos ancla cuando la mente quiere huir.
3. Crea una pausa.
Si me siento activado, no respondo de inmediato. Incluso 30 segundos de silencio pueden cambiar el tono de un mail o conversación. Que algo se sienta urgente no significa que requiera una respuesta inmediata.
4. Hazte una mejor pregunta.
En lugar de “¿Por qué me está pasando esto?”, pregunto: “¿Qué me está pidiendo este momento?”
No es magia. Pero cambia el enfoque de la impotencia a la posibilidad.
5. Recuerda lo que está en tu control.
Cuando todo se desmorona, vuelvo a esta línea estoica como un mantra: Algunas cosas dependen de mí. Otras no.
¿Qué depende de mí? Mi actitud. Mi siguiente paso. Mi integridad. Con eso ya tengo suficiente para trabajar.
Soltar la máscara de la fuerza
Durante años pensé que ser fuerte significaba mantener todo bajo control—siempre. Seguir adelante. Sonreír por fuera, aunque me desmoronara por dentro. Pero no era sostenible. Esa versión de “fuerza” me desconectaba de mí mismo y de los demás.
Ahora, defino la fuerza de otra manera.
La fuerza es presencia ante la incomodidad.
No es derrumbarse bajo presión, pero tampoco fingir que no pasa nada.
Es decir: Esto es difícil—y puedo sostenerlo.
Es una lección que también veo aprender a mis clientes, muchas veces despacio. Una ejecutiva lo dijo con una claridad que aún me acompaña:
“Pensé que el coaching me haría más a prueba de balas. Pero lo que realmente me enseñó es a sangrar sin esconderme.”
La práctica de volver
Hay una razón por la cual llamamos a estas herramientas “prácticas”. No se trata de hacerlo una vez y ya. Todavía me equivoco. Todavía reacciono. Todavía olvido lo que sé… justo cuando más lo necesito.
Pero ahora me recupero más rápido. Encuentro el equilibrio con más agilidad.
Y ese es el verdadero logro—no la perfección, sino la capacidad de volver.
Volver a la respiración.
Volver a la perspectiva.
Volver a la versión de mí que responde, no solo reacciona.
No siempre es elegante. Pero sí es poderoso.
Una filosofía tranquila en formación
Esto no es solo una colección de herramientas. Es el esbozo de una filosofía de vida—una forma de estar en el mundo con más calma, más valentía y más confianza interna.
Es lo que quería decir Epicteto cuando dijo:
“Ningún hombre es libre si no es dueño de sí mismo.”
El dominio no es controlar la vida. Es tener claridad en medio de la tormenta.
Es saber dónde vive tu poder: no en lo que pasa, sino en cómo eliges responder.
No necesitas que el mundo deje de temblar para mantenerte en pie.
Y cuando la adversidad aparezca—inesperada, insistente—tú decides quién la recibe en la puerta.
Palabras finales
Mi blog anterior, “La adversidad no es el problema—nuestra perspectiva sí”, trataba sobre replantear la adversidad.
Este trata de caminar con ella. No en abstracto, sino en el terreno—en las reuniones, los rechazos, los vínculos rotos, los momentos que te parten el corazón, aunque sea un poco.
Ahí es donde vive la resiliencia: no en la ausencia de dificultad, sino en la presencia que llevas contigo al enfrentarla.
Así que la próxima vez que el mundo tiemble, intenta preguntarte:
¿En qué historia estoy metido ahora? ¿Y es esa la historia que quiero vivir?
Ahí comienza el cambio.
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