Hace unas semanas caminé junto a un amigo que estaba atravesando un dolor emocional profundo. Avanzamos despacio, hablando de nada al principio, porque a veces es más fácil rodear los restos que caminar directamente hacia ellos. Luego las piezas fueron saliendo, una por una. Un matrimonio que terminaba. Un negocio que se derrumbaba. Un sueño que se disolvía. Y la parte que más lo destrozaba: su relación con sus hijos, hecha un caos. Todo al mismo tiempo.
Mientras caminábamos, no solo pensaba en lo que él sentía. Pensaba en dónde estaba en el viaje. No en el que mostramos en currículums, Instagram o Facebook, sino en el que mantenemos en las sombras. El que Elisabeth Kübler-Ross mapeó tan bien cuando le dio al mundo las Cinco Etapas del Duelo.
Pensamos que el duelo pertenece solo a la muerte. Pero el duelo llama a nuestra puerta cada vez que se rompe una pieza de nuestra identidad. El trabajo que nos definía. La relación en la que habíamos envuelto nuestro futuro. La certeza que creíamos inquebrantable. Cuando el suelo se mueve bajo nuestros pies, no solo perdemos lo que fue, perdemos quién creíamos ser.
Kübler-Ross nos dio un lenguaje: Negación. Ira. Negociación. Depresión. Aceptación.
Cuando escribió su libro Sobre la muerte y los moribundos, basado en su trabajo con pacientes terminales, lo pensó para la pérdida, pero es igual de válido para el crecimiento. Porque todo cambio, lo elijamos o no, exige dejar morir una parte de nosotros.
¿Tristeza o desesperación?
Hay una diferencia.
La tristeza llega cuando perdemos algo importante pero reemplazable. Duele,pero aún podemos imaginar la vida avanzando.
La desesperación es más pesada. Llega cuando aquello que daba sentido a nuestra vida, lo que nos servía de cimiento, se derrumba. Ese es el pozo del que muchos nunca logran salir.
Lo sé. Porque yo he estado en ese pozo.
Cuando mi joven esposa murió de cáncer cerebral, mi mundo se partió en dos: antes y después. Caí en una oscuridad que no sabía que existía. Todo parecía carecer de sentido. Todo dolía. Era como cargar algo insoportablemente pesado, sin tener nada sólido a lo que aferrarme.
No me recuperé de golpe. Salí arrastrándome, lenta y dolorosamente, día tras día. Hubo momentos en que quise que todo terminara. Momentos en que la oscuridad parecía más fácil que la luz. Pero en lugar de morir, me encontré, de alguna manera, todavía aquí, vacío y a la deriva, rodeado de un silencio que parecía interminable. Y en ese silencio entendí que no había desaparecido. Seguía aquí, enterrado bajo un duelo tan pesado que apenas podía moverme. Y, sin embargo, en algún lugar dentro de mí, también sabía que valía la pena seguir viviendo, porque dos niños pequeños todavía necesitaban a su padre, y eso fue suficiente para dar el siguiente paso.
Esa experiencia cambió mi forma de ver el dolor. Aprendí que lo que muchas veces nos apresuramos a llamar enfermedad es, a veces, simplemente una respuesta natural a una pérdida profunda. Cuando estamos de duelo, no estamos rotos. No somos defectuosos. Simplemente somos humanos, cargando algo pesado que lleva tiempo poder dejar en el suelo.
Fue en ese peso, y en el lento trabajo de dejarlo, cuando empecé a ver el patrón que Kübler-Ross describió. Al principio pensé que era solo sobre la muerte. Con el tiempo, me di cuenta de que es el mismo terreno que atravesamos en cualquier cambio o pérdida profundos. No es ordenado. No es rápido. Pero puede ser un mapa para atravesar el caos.
La curva del cambio: un mapa para atravesar el caos
Si nunca has recorrido la curva de Kübler-Ross, se ve así:
- Negación – Esto no puede estar pasando. Te adormeces. Justificas. Finges. Y a veces, puedes vivir aquí durante años.
- Ira – Furia. Culpa. Resentimiento hacia ellos, hacia el mundo, hacia ti mismo. Arde fuerte, pero no te alimenta.
- Negociación – La fase del “qué pasaría si”. ¿Y si me hubiera esforzado más? ¿Y si me mudara? ¿Y si reescribiera el pasado? Te mantiene ocupado, pero no avanzas.
- Depresión – La caída. Este es el pozo. Aquí la tristeza puede convertirse en desesperación. Pero recuerda: este es un lugar, no un diagnóstico.
- Aceptación – El giro. No porque todo esté arreglado, sino porque has dejado de pelear contra la realidad. Y eso libera tu energía para volver a vivir.
Cuando alguien está perdido
Hay una historia que llevo conmigo.
Un hombre vaga por un vasto desierto. El sol es implacable, el horizonte infinito, y todas las direcciones parecen iguales.
Un médico pasa montado en un camello, le da consejos sobre cómo mantenerse hidratado y luego desaparece en la distancia.
Un terapeuta se detiene para hablar sobre lo que pudo haberlo llevado al desierto en primer lugar.
Luego llega un viajero, con la piel quemada, los labios agrietados y cargando una pequeña cantimplora. Le dice: “Yo también he estado perdido en este desierto. Camina a mi lado y te llevaré hasta el agua.”
Ese es quien yo quiero ser. No el que tiene la cura. Solo el que está dispuesto a caminar al lado de alguien hasta que pueda volver a ver la salida.
Sanar no es hablar, es soltar el peso
Y esto es lo que he aprendido sobre caminar junto a alguien: sanar no es solo hablar. Podemos contar nuestra historia durante años, ensayar el dolor, revivir la pérdida. Hablar tiene su lugar. Pero la sanación empieza cuando decidimos dejar el peso en el suelo.
Cuando decimos:
Sí, pasó.
Sí, dolió.
Sí, llevo cicatrices.
Pero no, ya no cargo más con este peso.
Estoy de pie sobre él.
Lo estoy usando como cimiento para lo que viene después.
La curva del cambio no es ordenada. No es lineal. Pero es profundamente humana. Y quizá la próxima vez que alguien a quien quieres se encuentre en el desierto, no intentes arreglarlo. Simplemente camina a su lado y dile:
Ven, sígueme.
Porque sanar no se trata de conocer el camino. Se trata de no caminarlo solo.